Opinión
50 años sin Pasolini
Su esperanza era que las masas oprimidas desde siglos, que poco a poco se enrolaban en el bienestar de la posguerra, mantuvieran las viejas virtudes de la moderación, la solidaridad, la sencillez, la inocencia de los resistentes.

Pier Paolo Pasolini / L-EMV
Aunque asesinado en noviembre de 1975, invoco su figura hoy para recordar los cincuenta años de su muerte. Mi amigo y colega Antonio Rivera, también por Chile, ha dado en Santiago una importante conferencia sobre él y, con los ecos de su intervención, hago balance sobre su personalidad. Hablo de Pasolini, asesinado, tras el estreno de su película Saló o los 120 días de Sodoma, en una playa romana con el sadismo de las formas mafiosas. Menciono la película sobre la breve república de Saló porque algunos rollos originales de la cinta fueron robados. Es posible que aquel retrato del fascismo lo sentenciara a muerte.
Como todos los que vivieron el final de la década de los 60, Pasolini apreció los cambios hacia los que se encaminaba occidente. Su percepción más sombría señalaba que la dominación que se estaba poniendo en marcha era más peligrosa que la de Mussolini. En esta apreciación, Pasolini tuvo algunos compañeros, como los situacionistas ses, y ha tenido un sucesor, Giorgio Agamben. Para ellos, esa nueva dominación tenía que ver con el final de la cultura que había regido en Europa desde Dante.
Los dos síntomas de ese cierre cultural parecían contrarios, pero Pasolini los identificó como convergentes. Uno fue mayo del 68, una trampa mortal urdida por los padres para neutralizar a los hijos. El otro, la televisión y, tras ella, la presencia de un oscuro tipo en el que Pasolini vio al corruptor del alma italiana más allá de lo que el fascismo había logrado, Berlusconi. Con él se ponía en marcha un neofascismo consumista afín con los reclamos de un deseo sostenido por la libertad de la imaginación de la juventud del 68. Así jamás serían tocados los intereses de las clases dominantes, los padres privilegiados que operaban en la sombra.
“¿Queréis libertad sin instituciones, libertad de la imaginación?”, parecían decir esos poderes. “Pues os daremos dos tazas y media”. A través de la televisión y de la publicidad, los verdaderos órganos de la imaginación, estos dos fenómenos asociados impusieron un lenguaje que solo servía a la economía, y fueron la vía de entrada a la economización de la vida. De este modo, la cultura dejo de vincularse a los aspectos relacionados con el derecho, la política, la escuela, la iglesia, la vida en común, para vincularse de forma estricta al consumo, a la identificación del producto que satisfacía al consumidor. De ser la expresión de un mundo unido por instituciones, pasó a ser la expresión de una individualidad presa de las redes económicas.
Rivera insistió en su conferencia en el aspecto institucional de Pasolini. La institución era para él el lugar en el que brilla lo diferente. Y para él lo diferente era lo sagrado. Esto es muy significativo. En nuestro mundo, lo diferente debe brillar en su individualidad abstracta. Todos buscamos la distinción, la diferencia. Pero al no contar con instituciones, lo que realmente brilla es la soledad, y lo que realmente se produce es la homogeneidad. Un mundo sin instituciones es la dominación perfecta. Esta situación sostiene el dominio irresistible del mercado.
Tenemos razones para pensar que Pasolini apreció este proceso y creyó, desmoralizado, que el proyecto de construir la institucionalidad de un gran partido nacional popular, para el que se había preparado desde su recepción de Gramsci, se había disuelto. De esa desesperación es testimonio “Saló”. Pagó así el último precio de la mentalidad revolucionaria. Cuando se tiene una expectativa revolucionaria es muy fácil darle la vuelta como un calcetín y quedarse en el vaciamiento de la decepción. La izquierda no se quita ese síndrome de encima desde que está dominada por la obsesión del acontecimiento. Esta pésima metafísica mesiánica es el opio de la izquierda. La torna maniaco-depresiva, la mejor manera de destruir la seriedad, la constancia de la lucha.
Pasolini estaba instalado en la aspiración propia de la época, bastante convergente con Raymond Williams. Toda cultura vivía de los subalternos, de los campesinos irlandeses, de los emigrantes sicilianos, no de los sofisticados y fríos estetas sin corazón de las metrópolis. Pasolini quería universalizar la figura de Gramsci. Dejar de ser subalterno por tomar conciencia de la opresión y del sufrimiento, pero no perder el alma inocente e ingenua de una vida primitiva y genuina. Elevarse sobre la condición de miseria económica, pero mantener el alma apegada a esa luz de seriedad que la pobreza confiere a todas las cosas. Era también lo que destilaba la literatura de Camus.
Su esperanza era que las masas oprimidas desde siglos, que poco a poco se enrolaban en el bienestar de la posguerra, mantuvieran las viejas virtudes de la moderación, la solidaridad, la sencillez, la inocencia de los resistentes. Esas masas fortalecerían la democracia y la encarrilarían hacia la justicia. Obviamente, era un sueño. Esas masas tendrían su vida histórica, sus problemas y sus objetivos propios. No eran la punta de lanza de la revolución soñada por los intelectuales orgánicos. Eso produjo la decepción, que llevó al ánimo derrotista que conocemos.
Al día siguiente de la conferencia de Rivera, fuimos a ver “El viejo roble” de Ken Loach. Y fue como si respondiera a Pasolini que no hay tiempo para las esperanzas mesiánicas ni para las decepciones abismales. Cada día trae a los marginados su dolor. Su único consuelo, una institución, por simple que sea, en este caso una humilde habitación común. Loach identifica en lo concreto de la vida histórica la rosa llena de espinas con la que hay que bailar. Sin grandilocuencias.
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