Los acomodadores

CINE CAPITOL

CINE CAPITOL / L-EMV

Carlos Marzal

Carlos Marzal

Lo más probable es que tengamos que explicar a los jóvenes quiénes eran los acomodadores, porque ya no existen, como tantas cosas del mundo nuestro. (También somos, a poco que hayamos vivido, una suerte de reservorio para las desapariciones: los aguadores, los telegramas, los cines del centro, las librerías que cerraron, los restaurantes y bares que dejaron de abrir…)

Los acomodadores eran empleados de las salas de cine que, cuando los espectadores entraban durante el NODO (aquel noticiario del franquismo, que tampoco existe), durante la publicidad, o con la película ya en marcha, te pedían las entradas, las examinaban a la luz de su linterna y te conducían hasta tu butaca iluminando el camino. Encontraban y te ofrecían tu acomodo.

Qué palabra: el acomodo. A lo mejor puede parecer excesiva para el acto de encontrar tu asiento en la sala del cine; pero me parece que es la palabra justa, porque sentarse en la oscuridad de un cine para transformarnos, para pensar, para llorar con las imágenes de la ficción, es un asunto muy serio. A casi todos, lo sepamos o no, nos ha forjado el carácter, nos ha moldeado la sensibilidad.

Acomodarse significa, en ciertos casos, adaptarse a las circunstancias que nos salen al paso: en el caso del espectador, quien contempla las aventuras de las sombras que viven en la pantalla se debe adaptar a sus peripecias, debe ponerse en su piel y, como dicen los ingleses, meterse en sus zapatos. Hay que sentirse cómodo, por supuesto, acomodarse lo justo como para poder mudar de biografía y ser otros. Para ser muchacha y ser perro, para ser caballo y ser indio sioux, para ser la ciudad de Londres y el desierto del Sahara.

 Pero el acomodo también es una ocupación y un oficio: el oficio de mirar y ver cuando se apagan las luces y empieza la historia. Mirar y pensar sobre lo mirado, para ver: en eso -ya lo dijo Platón y lo repitió muchas veces Ortega-, consiste la filosofía. En eso consiste el arte: una forma de ver la realidad. Ese es el verdadero trabajo del espectador acomodado en su asiento.

Echo mucho de menos a los acomodadores. Lo digo con nostalgia cinematográfica, porque para mí formaban parte de la película, como todo lo que rodea al acto de ir al cine. Entrar a oscuras en una sala es algo peligroso: te puedes extraviar, te puedes caer, puedes terminar mal acomodado. Una pequeña tragedia privada que tal vez degenere en alguna tragedia mayor.

¿Qué se fizieron los acomodadores de antaño? A veces pienso que están al otro lado del espejo, esperándonos para pedirnos las entradas y llevarnos, con su linterna sabia, hasta nuestro asiento último. Como en el poema de Pablo García Baena: Impares. Fila 13. Butaca 3. Te espero.

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