Mirar desde arriba
Oberländer pone su mirada en la diferencia y su percepción como lacra a través de ‘Anna’
álvaro ponsNoelia Ibarra
A lo largo de los siglos, la sociedad se ha construido desde una serie de normas no escritas, un canon en el que el miedo a la diferencia se ha consignado con la complacencia de aquellos que miraban desde arriba. Salirse del camino establecido ha sido, es, ser señalado por la cobarde ignorancia de quienes piensan que la única opción posible estriba en la «normalidad», consista en lo que consista. Comportamientos estipulados de acuerdo con parámetros establecidos primero por la moralidad para después llegar hasta los cuerpos, recorriendo ese sendero con las consecuencias del estigma para toda suerte de diferencia, aunque esa discrepancia de lo tolerado procediera del resultado del azar de una secuencia de genes. Tratados de moralidad y estética para justificar que la única división real del mundo, entre arriba y abajo, permaneciera oculta para una inmensa mayoría mientras se sigue persiguiendo al otro por aquellas notas distintivas del resto.
Mia Oberländer pone precisamente su mirada en la diferencia y su percepción como lacra a través de Anna (Salamandra Graphic, traducción de Esther Cruz) la historia de tres mujeres que comparten el mismo nombre y forman una genealogía en la que solo un número de orden cronológico indica si se trata de abuela, madre o hija. El rasgo común del linaje reside en una característica tan simple como evidente a la vista: eran altas, altísimas. Tanto que se salían de cualquier imagen corporal esperada, tanto que era imposible no verlas, tanto que los dedos comenzaron a señalarlas. Tres mujeres diferentes que la sociedad intenta categorizar con una etiqueta única, pero que muestran tres personalidades heterogéneas, que se han desarrollado desde el legado transmitido de generación en generación, de madres a hijas, definiendo a cada una.
A través de una cuidada selección de, en apariencia, pequeñas anécdotas de la vida diaria, la autora apunta con ironía las dificultades a las que se enfrentan aquellos que no cuentan con medidas canónicas. Episodios cotidianos, casuales, que podrían pasar desapercibidos, pero que constatan cómo el peso de los estereotipos determina cómo somos percibidos. Oberländer apuesta por la clara contundencia del dibujo para plasmar la mirada social, a través de esas piernas infinitas que deben doblarse para entrar en la viñeta, con esos cuerpos exagerados que desbordan siempre las fronteras de los objetos comunes, del carrito de bebé al triciclo de las niñas, en ese entorno rural como emblema de todo colectivo social cuya construcción de la normatividad resulta incuestionable y amaga prejuicios en torno a lo que es considerado válido.
Como esa relación con los hombres, que huyen de una mujer más alta porque se sienten débiles, porque no cumplen con el rol de protección asignado desde la masculinidad tradicional si son ellas las que miran desde arriba. Pequeños obstáculos que dificultan de forma progresiva la vida hasta desembocar en la explosión descontrolada de todo aquello soportado en silencio y en la conciencia de la diferencia como patrimonio, en la aceptación de esa discordia como única forma de supervivencia, como Anna 2 y Anna 3 buscan, cada una a su manera, siendo ellas mismas.
La artista alemana explora todos los caminos gráficos para potenciar su relato: el uso del color, que marca épocas y sentimientos, el juego de simetrías y direcciones, con esas líneas verticales que se confunden con las propias protagonistas, el tratamiento metafórico de la mirada del lector y el de las tres Annas, en esa sororidad donde desaparecen las desproporciones… La consciente combinación de recursos converge en un contundente mensaje que rebasa las fronteras de la pluralidad física para contagiar a cualquier reivindicación de la diferencia como un espacio de contrastes del que solo puede nacer la riqueza de la diversidad.
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